Carlos Raúl Villanueva, EL POETA DE LA ARQUITECTURA
- Macky Arenas - Equity Media
- 11 dic 2015
- 7 Min. de lectura

Alexander Calder lo llamaba “El Diablo”, por su coraje para “construir, instalar e imponer los Platillos Voladores en el Aula Magna” de la Universidad Central de Venezuela. Para este país es el arquitecto; para sus alumnos era un Maestro, de esos que se escriben con mayúscula, un verdadero “vacilón”, en criollo, los que se toman la vida como viene, enfrentan lo establecido a lo nuevo y así abren caminos para los demás.
En Venezuela hay apellidos que suenan a arquitectura. Pero decir Villanueva es decir Arquitectura.
Más que autoridad inexpugnable, un amigo cercano, siempre atento, sin ápice de vanidad a pesar de tutearse con la genialidad y formar parte de un entorno privilegiado en la sociedad venezolana. “Hay mucho mito en torno a él –aseguran algunos de quienes compartieron su manera jovial y permanentemente burlona de disfrutar la vida- Villanueva era, simplemente, un Maestro de la Arquitectura”. Y los sabios son humildes, es la prepotencia la que puede ser muy ignorante. “Tenía una intuición extraordinaria y una comunicación con los demás pocas veces vista”, enfatiza el afamado arquitecto caraqueño Felipe Montemayor, uno de sus alumnos consentidos.

Absolutamente entregado a la arquitectura avanzaba sereno, cual buque insignia, aferrado firmemente a los mandos, evolucionando según los tiempos, rindiendo honor a una de sus convicciones fundamentales: la arquitectura es continuidad. “No tengo la culpa de que los gobiernos cambien”, bromeaba salvaguardando su arquitectura de toda influencia que no respondiera estrictamente al desapego que siempre mostró por las formalidades y los artificios y a su inclaudicable “todo a mano”. ¿Qué habría hecho hoy Carlos Raúl Villanueva con tanto software que no solo permite proyectar en computadora sino que casi piensan por nosotros? La respuesta Montemayor viene en el acto: “Probablemente no le gustaría… o tal vez sí”. Villanueva era, más que impredecible, incuadriculable, lo menos parecido a una planimetría.
Dispuesto a gozar cada minuto de la arquitectura, sorprendía con su capacidad para asimilar la rebeldía hecha trazos. Un día, un alumno le presentó un trabajo realizado en base a las coordenadas exactamente opuestas a las que había ordenado. Le puso la máxima calificación. La lección parecía clara: crear es romper esquemas. La creatividad es atrevida, a veces irreverente y no siempre universitaria.
Su cátedra era Historia de la Arquitectura. Él mismo la iba escribiendo con su ejecutoria de gran dibujante, de líneas rápidas y seguras “a golpe de tiza y con un lápiz gordote”, precisa Montemayor. Así delineó su obra, una de las más vastas e impresionantes de la Arquitectura Contemporánea.

Su singular concepción de la Arquitectura quedó plasmada en escritos que respaldan un sólido pensamiento profesional, recogidos en unas “Reflexiones Personales” que quedaron para la posteridad como una declaración de los principios que siempre guiaron su trabajo. “El reconocimiento del mundo social donde el arquitecto está obligado a moverse, es la condición previa para su misma existencia…debe ser crítico y acusador, debe poseer conciencia histórica de su función”.
En la que sus seguidores establecen como su Primera Etapa, por sólo mencionar algunas de sus incontables obras principales, destaca el admirable Hotel Jardín de Maracay (1929), simétrico y bien proporcionado; la Plaza de Toros (1934) de la misma ciudad y el Museo Los Caobos (1934) en Caracas. Punto y aparte es su intervención en el Pabellón Venezuela de la Exposición de París por la misma época, en colaboración con el arquitecto Luis Malausena.
Sin lugar a dudas que la etapa siguiente la representa la reurbanización de una insalubre zona como era El Silencio (1941) –en realidad un bullicioso alboroto permanente- en la capital venezolana. Imaginó y en efecto realizó un admirable proyecto de corte colonial que funcionaba muy bien como conjunto, dignificó la zona y no han podido, ni el tiempo ni la desidia, desvanecer su altivez de pretérita gloria. “La sociedad confía al arquitecto un papel de redención humana. No debemos desperdiciar la ocasión ni eludir la responsabilidad y el peso de tal tarea”. Eso también enseñaba Villanueva y no sólo en las aulas, sino con el testimonio de su labor. Una labor, por cierto, que fue continua, sin pausas, trabajó siempre, de principio a fin, a diario, todo el tiempo en búsqueda, perseverando y generando diversas alternativas a cada problema.
En apretada síntesis, el último segmento de su esfuerzo vital cuyo emblema será su obra cumbre, la Ciudad Universitaria de Caracas, la cual comienza a proyectar en 1944, los primeros edificios se construyen en 1945 y se desarrolla en cuatro fases que se cumplen hasta 1980 con el Edificio de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales.

De toda esta realización, hay consenso en admitir que la más importante -que comienza con Marcos Pérez Jiménez- es la Tercera Etapa, la de la Ciudad Universitaria con el Aula Magna, la Biblioteca Central, la Plaza Cubierta y los Corredores Cubiertos así como el Hospital Universitario: una verdadera obra de arte.Este conjunto conocido como Ciudad Universitaria fue declarado patrimonio arquitectónico de la humanidad por la UNESCO en el año 2000 y ha sido siempre referencia obligada de análisis en el contexto de su obra arquitectónica porque “es el triunfo rotundo de su trabajo, cristalizado en una obra de explosiva riqueza poética y llamativa sugerencia”. Usó colores en un compuesto simétrico y rígido pero poco más adelante los aires brasileros, con sus diseños más sueltos y frescos, lo hizo cambiar. Tuvo el valor de hacerlo, fiel a su aversión por los sistemas cerrados. Y es así como se expresa en esa hermosa plaza con aleros, envuelta en luces y sombras y en la imponente Aula Magna que luce oronda las nubes de Calder. Sin pretensiones declaraba: “Me interesan todos los aportes. Todas las formas nuevas y todos los nuevos contenidos que ellas expresan. Todos los nuevos avances constructivos, de cualquier parte que vengan, constituyen un estímulo para mí”.
El ciclo completo lo cierra el Pabellón de Montreal, la obra cero, en la cual Villanueva se expresa en forma sintética y elemental: tres cubos de colores que integran perfectamente elementos escultóricos y pictóricos “donde no se advierta la menor indecisión, donde no se note ninguna grieta entre las distintas expresiones”.
Tuvo el tino y la habilidad para rodearse de buenos y eficientes colaboradores. “La arquitectura está hecha para el hombre y por ello debe proyectarse a escala humana- así nos aconsejaba a sus alumnos según recuerda Felipe Montemayor- y esa escala él la tenía, intuitiva, perfecta”. De nuevo, leal a su prédica de que “la arquitectura es el espacio interno, el espacio fluido, usado, gozado por los hombres…el arquitecto debe ser un humanista. Su visión debe ser global, universal y por Universidad Central de Venezuela - Facultad de Arquitectura y Urbanismo. tanto, local. En efecto, nadie podrá entender lo accidental sin antes haber descubierto los grandes rasgos de lo esencial”.
Su quinta personal, “Caoma”(1952) en Caracas es fiel exponente de lo esencial. Alguien observó esa casa y la describió con pincelada poética: “Caoma y Villanueva son para mí la expresión más acabada de un abrazo fraternal entre la arquitectura y la vida”. Y es que el alma de esa casa tomó de Villanueva tres valores espirituales muy importantes: sencillez, humildad y naturalidad. Dicen que Caoma refleja la aspiración del propio Corbusier, lo que, según su confesión, buscaba afanosamente: la casa de hombres, no la casa de arquitectos.
Carlos Raúl Villanueva nació en Londres el 30 de mayo de 1900. Se formó en el taller de Gabriel Héraud en el París de 1920. Ocho años después egresa de la Escuela Superior de Bellas Artes de la Ciudad Luz. Luego de seguir otros cursos en el Instituto de Urbanismo de la Universidad de París, llega a Caracas para iniciar su carrera trabajando en el Ministerio de Obras Públicas. Contrae matrimonio con una hija del urbanista Juan Bernardo Arismendi, una de las figuras más importantes en el desarrollo urbano de Caracas. Trabajó con él ocasionalmente y cada uno respetó y reconoció el trabajo del otro.
Villanueva, un hombre de intuición asombrosa, pronto se abre por su cuenta y aprende rápidamente a aceptar la sabiduría y sensatez de un pueblo que supo dar forma a la arquitectura, más allá de los tableros de dibujo. Hace arquitectura para la vida, buscando insistentemente nuevas síntesis y “no hay síntesis sin fe en los valores humanos”. Eso enseñó como profesor fundador de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Central de Venezuela.
Dada su poca afición “a las sedas y a los oros” -como cantaba Antonio Machado que sí desvelaban a Don Guido- bien podríamos haber obviado mencionar las recompensas a su remarcable trabajo. De cualquier manera, la lista de títulos honoríficos, condecoraciones y reconocimientos es tan amplia que nos veríamos obligados a restar espacio a su obra y pensamiento, lo cual ciertamente le habría sublevado. Siempre iba a temas de fondo: “El arquitecto es un intelectual, por formación y por función…vive en un desequilibrio a veces realmente dramático, causado por la inestabilidad y por las contradicciones de la sociedad que lo circunda y condiciona”.
Jamás le interesó hacer escuela pero su obra permanece para recordar a las generaciones la entrega sensible de un hombre que tuvo claras sus ideas y vivió y actuó fiel a sus principios, uno de los cuales le dictaba generosidad hacia el trabajo de los demás, sin cuestionarlo.
Su pensamiento profundo y denso, reflejo de su rica vida interior, referencia e inspiración de toda su obra, es tal vez la faceta menos conocida de su condición de verdadero estandarte de la Arquitectura, pero imprescindible para entender y mejor disfrutar su obra: “Niego el valor del dogmatismo doctrinario, preocupado de fijar linderos, de separar esencias, de discriminar puntillosamente. Creo en una arquitectura que parta de la realidad, que elabore una interpretación crítica de ella y que vuelva a la realidad, modificándola, con dialéctica permanente. Por tal razón, la arquitectura se me parece como un instrumento de perfección humana. Como un elemento catártico”.
“De tener que escoger entre el arte y la vida, escogería la vida”, escribió en su cuaderno de apuntes. Falleció en Caracas el 23 de agosto de 1975 y, bien podemos repetir hoy, parafraseando a Juan Pedro Posani (1967): Carlos Raúl Villanueva, después de 39 años de muerto, podría estar orgulloso de seguir siendo vanguardia.-

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